EL VIAJERO
por Emilia Pardo Bazán - Cuentos de amor
Fría, glacial era la noche. El viento silbaba medroso y
airado, la lluvia caía tenaz, ya en ráfagas, ya en
fuertes chaparrones; y las dos o tres veces que Marta se
había atrevido a acercarse a su ventana por ver si aplacaba
la tempestad, la deslumbró la cárdena luz de un
relámpago y la horrorizó el rimbombar del trueno, tan
encima de su cabeza, que parecía echar abajo la casa.
Al
punto en que con más furia se desencadenaban los elementos,
oyó Marta distintamente que llamaban a su puerta, y
percibió un acento plañidero y apremiante que la
instaba a abrir. Sin duda que la prudencia aconsejaba a Marta
desoírlo, pues en noche tan espantosa, cuando ningún
vecino honrado se atreve a echarse a la calle, sólo los
malhechores y los perdidos libertinos son capaces de arrostrar
viento y lluvia en busca de aventuras y presa. Marta debió
de haber reflexionado que el que posee un hogar, fuego en
él, y a su lado una madre, una hermana, una esposa que le
consuele, no sale en el mes de enero y con una tormenta desatada,
ni llama a puertas ajenas, ni turba la tranquilidad de las
doncellas honestas y recogidas. Mas la reflexión, persona
dignísima y muy señora mía, tiene el maldito
vicio de llegar retrasada, por lo cual sólo sirve para
amargar gustos y adobar remordimientos. La reflexión de
Marta se había quedado zaguera, según costumbre, y el
impulso de la piedad, el primero que salta en el corazón de
la mujer, hizo que la doncella, al través del postigo,
preguntase compadecida:
-¿Quién llama?
Voz
de tenor dulce y vibrante respondió en tono persuasivo:
-Un
viajero.
Y
la bienaventurada de Marta, sin meterse en más
averiguaciones, quitó la tranca, descorrió el cerrojo
y dio vuelta a la llave, movida por el encanto de aquella voz tan
vibrante y tan dulce.
Entró el viajero, saludando cortésmente; y sacudiendo
con gentil desembarazo el chambergo, cuyas plumas goteaban, y
desembozándose la capa, empapada por la lluvia,
agradeció la hospitalidad y tomó asiento cerca de la
lumbre, bien encendida por Marta. Esta apenas se atrevía a
mirarle, porque en aquel punto la consabida tardía
reflexión empezaba a hacer de las suyas, y Marta
comprendía que dar asilo al primero que llama es ligereza
notoria. Con todo, aun sin decidirse a levantar los ojos, vio de
soslayo que su huésped era mozo y de buen talle,
descolorido, rubio, cara linda y triste, aire de señor,
acostumbrado al mando y a ocupar alto puesto. Sintióse Marta
encogida y llena de confusión, aunque el viajero se mostraba
reconocido y le decía cosas halagüeñas, que por
el hechizo de la voz lo parecían más; y a fin de
disimular su turbación, se dio prisa a servir la cena y
ofrecer al viajero el mejor cuarto de la casa, donde se recogiese a
dormir.
Asustada de su propia indiscreta conducta, Marta no pudo conciliar
el sueño en toda la noche, esperando con impaciencia que
rayase el alba para que se ausentase el huésped. Y
sucedió que éste, cuando bajó, ya descansado y
sonriente, a tomar el desayuno, nada habló de marcharse, ni
tampoco a la hora de comer, ni menos por la tarde; y Marta,
entretenida y embelesada con su labia y sus paliques, no tuvo valor
para decirle que ella no era mesonera de oficio.
Corrieron semanas, pasaron meses, y en casa de Marta no
había más dueño ni más amo que aquel
viajero a quien en una noche tempestuosa tuvo la imprevisión
de acoger. Él mandaba, y Marta obedecía, sumisa,
muda, veloz como el pensamiento.
No
creáis por eso que Marta era propiamente feliz. Al
contrario, vivía en continua zozobra y pena. He calificado
de amo al viajero, y tirano debí llamarle, pues sus
caprichos despóticos y su inconstante humor traían a
Marta medio loca. Al principio, el viajero parecía
obediente, afectuoso, zalamero, humilde; pero fue
creciéndose y tomando fueros, hasta no haber quien le
soportase. Lo peor de todo era que nunca podía Marta
adivinarle el deseo ni precaverle la desazón: sin motivo ni
causa, cuando menos debía temerse o esperarse, estaba
frenético o contentísimo, pasando, en menos que se
dice, del enojo al halago y de la risa a la rabia. Padecía
arrebatos de furor y berrinches injustos e insensatos, que a los
dos minutos se convertían en transportes de cariño y
en placideces angelicales; ya se emperraba como un chico, ya se
desesperaba como un hombre; ya hartaba a Marta de improperios, ya
le prodigaba los nombres más dulces y las ternezas
más rendidas.
Sus
extravagancias eran a veces tan insufribles, que Marta, con los
nervios de punta, el alma de través y el corazón a
dos dedos de la boca, maldecía el fatal momento en que dio
acogida a su terrible huésped. Lo malo es que cuando
justamente Marta, apurada la paciencia, iba a saltar y a sacudir el
yugo, no parece sino que él lo adivinaba, y pedía
perdón con una sinceridad y una gracia de chiquillo, por lo
cual Marta no sólo olvidaba instantáneamente sus
agravios, sino que, por el exquisito goce de perdonar,
sufriría tres veces las pasadas desazones.
¡Que en olvido las tenía puestas.... cuando el
huésped, a medias palabras y con precauciones y rodeos,
anunció que «ya» había llegado la
ocasión de su partida! Marta se quedó de
mármol, y las lágrimas lentas que le arrancó
la desesperación cayeron sobre las manos del viajero, que
sonreía tristemente y murmuraba en voz baja frasecitas
consoladoras, promesas de escribir, de volver, de recordar. Y como
Marta, en su amargura, balbucía reproches, el
huésped, con aquella voz de tenor dulce y vibrante,
alegó por vía de disculpa:
-Bien te dije, niña que soy un viajero. Me detengo, pero no
me estaciono; me poso, no me fijo.
Y
habéis de saber que sólo al oír esta
declaración franca, sólo al sentir que se desgarraban
las fibras más íntimas de su ser, conoció la
inocentona de Marta que aquel fatal viajero era el Amor, y que
había abierto la puerta, sin pensarlo, al dictador
cruelísimo del orbe.
Sin
hacer caso del llanto de Marta (¡para atender a lagrimitas
está él!), sin cuidarse del rastro de pena
inextinguible que dejaba en pos de sí, el Amor se fue,
embozado en su capa, ladeado el chambergo -cuyas plumas, secas ya,
se rizaban y flotaban al viento bizarramente- en busca de nuevos
horizontes, a llamar a otras puertas mejor trancadas y defendidas.
Y Marta quedó tranquila, dueña de su hogar, libre de
sustos, de temores, de alarmas, y entregada a la
compañía de la grave y excelente reflexión,
que tan bien aconseja, aunque un poquillo tarde. No sabemos lo que
habrán platicado; sólo tenemos noticias ciertas de
que las noches de tempestad furiosa, cuando el viento silba y la
lluvia se estrella contra los vidrios, Marta, apoyando la mano
sobre su corazón, que le duele a fuerza de latir apresurado,
no cesa de prestar oído, por si llama a la puerta el
huésped.