sábado, 21 de diciembre de 2013

Navidades pasadas, presentes y futuras... (4)

15cm
Copyright 2013 Iván Hernández
Cuento incluido en la antología Alma Ebria y otros relatos perdidos

Un relato navideño
cargado de plásticas emociones. 

Hace frío, supongo.

Ella me hace olvidar, y sé que eso es bueno. Demasiado bueno para ser verdad.

La veo cada día y mataría porque fueran un millón de días más. No intuye que de vez en cuando se me escapa una miradita rápida a su boca, a sus ojos, qué más da. Su sonrisa se muestra ante mí perfecta, y por más que me chisten el señor y la señora Ross desde el porche de su tienda de dulces, no consiguen distraerme. Sigo embobado aunque disimule.

Acabo de cortar un enorme abeto en el bosque; el más grande que encontré, el mejor para adornar el salón de la casa del alcalde. Me pagará bien, y más en Navidad, pienso con ilusión. En cada hachazo he visto una imagen: su mano soltando las monedas sobre mis guantes húmedos, un gesto de agradecimiento con gorra inclinada de por medio, un choque fortuito con Amber al salir de allí, una disculpa y un «no pasa nada» por su parte, y la consecuente petición de cena. Con una sonrisa y algo de dinero en el bolsillo sería capaz de comerme el mundo, y de postre un pavo relleno de 20 libras de peso con salsa de arándanos y pan de maíz.

Un golpe de viento helado congela mis mejillas. Siento un escalofrío, igual que cuando alguien abre la puerta de tu casa en invierno. ¡Cuánto ruido de repente! Han llegado los niños y no paran de reírse, y de mirar en los escaparates. Se les ve mucho más ilusionados que en otras épocas del año. Recorren todas y cada una de las tiendas. La verdad es que en la calle principal tampoco hay tantas. Somos un pequeño pueblo costero sin mucho que poder ofrecer a los turistas, excepto calma y, en esta época, algunas bombillas de colores destacando en el cielo estrellado. Poco más.

Tenemos una tienda de juguetes que sólo debería abrir en Navidad. Una tienda de dulces y chocolates llevada por un par de ancianos desdentados. Una pescadería-carnicería cuya regencia recae en dos hermanos gemelos: los hermanos Bratton, herederos de Carnes & Pescados Bratton. Su padre tenía ínfulas de gran emprendedor, pero este pueblo es capaz de tragarse las ganas de todo, y nunca llegó a expandir su negocio más allá de la calle principal. De hecho, no sé ni cómo murió. Algunos rumores apuntan a que conoció a otra mujer y dejó el negocio familiar, cansado de sueños incumplidos. Sus hijos se lo agradecieron. Ahora llevan una vida tranquila, al lado de sus mujeres. Ellas suelen hablar sin parar en el puente que enlaza con la carretera regional. Se pasan ahí todo el día, haga frío o calor. Si alzo la mirada puedo verlas. Efectivamente, siguen ahí.

Oh, y no hablemos del viejo Smith, dando de comer migajas de pan a los pájaros que no han muerto congelados todavía. El bueno de Smith, siempre me mira y hace una mueca extraña. Supongo que será su saludo, pero la verdad, nunca hemos hablado.

Es cierto, llevo demasiado tiempo sin hablar con nadie. Me guardo todo para mí. Sería genial poder contarle a algún amigo que estoy enamorado de Amber, pero claro, quizás sentiría envidia de mis secretos y yo, a posteriori, celos de él. Es mejor que siga callado.

Parece calmada, como si esperara a alguien. Alguien que no soy yo. Achicaré los ojos para que no se note que la miro sin parar. Quizás mañana no la vea, y tengo que aprovechar cualquier mínima posibilidad para grabar en mi recuerdo su rostro sosegado. Una bufanda cubre su cuello y apenas deja intuir su barbilla de curva perfecta. Sus manos también están anidadas bajo un manguito de piel oscura. La cubre un abrigo rosa suave, que no te desubica de la estampa navideña a la que engrandece con su belleza. Unos breves tirabuzones rubios se descuelgan de su pelo recogido bajo el manto de un gorro de lana.

Dicen que siempre espera en el mismo lugar la llegada de un tal Andrew, pero Andrew lleva tiempo sin aparecer. A decir verdad, no lo he visto nunca. Quizás sea un lugar especial para ella, aunque está claro que no para él. No se mueve del sitio, cada año repite lugar. A mí me viene genial porque la tengo localizada, aunque me obliga a imaginar mil y una mentiras para verla día sí y día también. La de hoy tiene poco de falsa. Este árbol llegará a su destino y, a la vuelta, yo partiré con ella de la mano. Será mi revancha a esta vida perra donde los sueños se quedan en eso.

Está empezando a nevar. Es una nieve dulce la que siempre nos visita. Algunos dicen que es debido a los efluvios de azúcar que emanan de la chimenea de la tienda de dulces de los Ross. Podría ser, porque esos aromas hacen que su escaparate siempre esté frecuentado por pequeños mocosos que empañan el cristal, soñando con un mundo de bastones de caramelo y tartas de limón. La verdad es que no debería perder tanto el tiempo observando a los demás.

Elevo la mirada y encuentro las luces tintineantes, espaciadas entre las farolas y los abetos, a la vez que los copos caen sobre mí. Unas risas a mis espaldas y alguna conversación al fondo.

De repente, unos gritos infantiles, unos pasos cercanos, cada vez más potentes, y un golpe. Un fatídico golpe que hace temblar el suelo. Los árboles se tambalean, las luces bailan en el aire y deja de nevar al instante. Un llanto que se aleja, una madre que increpa a su hijo. He cerrado los ojos tanto como he podido. Al abrirlos observo el panorama. Nada grave ha sucedido. Un momento...

-¡Oh, no! ¡Amber!

Morirá asfixiada, acaba de desmayarse sobre la nieve. Está sola, nadie le hace caso, nadie acude en su ayuda. Y yo, ¿qué puedo hacer yo anclado a esta base de resina? ¡Morirá, morirá! ¡No podrá aguantar mucho más!

-¡Ayuda! ¡Ayuda! ¿Es que nadie me escucha? -grito desesperado.

-Tranquilo, joven -masculla frente a mí el viejo Smith-. No le pasará nada. Aturdido por la novedad, me dirijo a él con palabras temblorosas:

-¿Señor... Smith? ¿Habla?

 -No lo digas muy alto, estoy bien así, en silencio, con mis pájaros.

-¡Ayúdela, por favor! Yo no puedo moverme, pero usted está tan solo sentado en un banco. Nada le impide acudir a ella para levantarla. ¡Fíjese en la base de Amber! ¡Es más pesada que la mía! ¡Y sus manos están atrapadas por ese maldito manguito! ¡No podrá salvarse! ¡Corra!

-No iré -sentencia el viejo-. Estoy más seguro bajo el árbol. Un muñeco sin base es demasiado apetecible para uno de esos demonios que están sueltos ahora por la casa de nuestros dueños. Me partirían las piernas y mis pájaros se morirían de hambre. Acabaría en la basura. Además, no seas estúpido. Te he dicho que no morirá.

 -¿Cómo lo sabe?

-Porque tú siempre piensas en ella.

Me quedo más paralizado que de costumbre ante su respuesta. De repente siento paz, pero me dura poco. Escucho otros pasos, alguien se acerca. Son zapatos de tacón. Es ella, la que tanto nos mima.

 -¡Oh, Amber! -dice ella disgustada-, a punto has estado de morir ahogada.

-¿Lo ve? -le chisto al señor Smith.

-Está bromeando, estúpido -asegura él.

Trago saliva, o resina, ya no sé ni lo que tengo ni lo que soy. Su enorme mano la pone en pie, pero... ¡no, no es así! ¡Tiene que girarla más a la derecha! ¡Así, así, muy bien! Perfecto. Oh, creo que me está mirando.

-¿Ya estás otra vez con tu obsesión de medir distancias, Elena? -pregunta esa voz grave que de vez en cuando flota en el aire.

-¡Amber tiene que estar a la distancia adecuada de Harvey! -se excusa ella.

¡Ha pronunciado mi nombre! Harvey, Harvey Slater. ¿A qué se refiere con "la distancia adecuada"?

Una cinta métrica desciende del cielo, desde la punta de mi boca hasta los labios de Amber.

-Perfecto. Quince centímetros. Ni uno más, ni uno menos.

Al llegar a Europa, aprendí que quince centímetros eran unas seis pulgadas. Quince centímetros imposibles de acortar. Quince centímetros perpetuos. Quince centímetros durante los que imaginar un futuro juntos. Todavía me quiero convencer de que quince centímetros no son nada, aunque sé que es mucho más que una distancia breve. Es una realidad eterna. Quince centímetros que no son espacio, sino tiempo.

-¡Deja de imaginar! -sentencia el viejo Smith-. ¡Estoy cansado de tus pensamientos y ñoñerías!

Se levanta del banco de manera violenta y, sobre todo, inesperada. Se coloca detrás de mí y me arrastra por la nieve de corcho con todas sus fuerzas. Sus piernas están a punto de partirse, pero consigue desplazarme hacia... ella.

Quince, catorce, trece, doce, once, diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno y...

...beso.

Mis labios se unen a los de Amber. Espero una bofetada pero ella me devuelve el gesto con ternura y dulce pasión. El viejo, exhausto, se deja atrapar por un niño gigantesco y yo no tengo tiempo de agradecerle todo lo que ha hecho por mí. Ella libera las manos de su manguito y me abraza. Yo repito el gesto y nos unimos. El calor funde la resina de nuestros pechos y quedamos unidos para siempre.

Lo último que recuerdo antes de regresar a la caja de cartón es a mi dueña desmayándose en el salón.

Feliz Navidad.
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Envíado por Iván Hernández
Enlace relacionado: Navidad en Café Literario

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