Copyright 2002 Estrella Cardona Gamio.
Publicado en Badosa.com, Colección Juve, diciembre 2002 http://badosa.com/n152
Habíase una vez una cocina, que, como todas las de su especie, mostraba un orgulloso fogón y muchos platos, cazos, vasos, una alacena y anaqueles en donde se apretujaban bastantes más cachivaches, también tenía unos armaritos a ambos lados del fregadero, y una nevera, y... Bueno, ya se sabe como es una cocina, ¿o no?
Lo que no se sabe es que en uno de
esos armaritos, al fondo, al fondo, se ocultaba, y no por su deseo precisamente
-ante todo hay que decir la verdad-, una vieja cazuela de barro, algo
desportillada de los bordes y con un asa rota, pero eso no era lo peor pues la
cazuela, en tiempos se la llamó marmita, estaba tan chamuscada por los miles de
veces que la pusieron sobre el fuego mientras en ella se preparaban sopas y
otras comidas, que daba reparo mirarla, pues, ¡encima!, tiznaba.
Se comprende entonces que
permaneciese arrinconada al fondo del armarito, y prácticamente olvidada de
todo el mundo, aunque lo extraño es el que todavía nadie se hubiera acordado de
ella, escondida detrás de muchas y relucientes ollas de brillante metal y
variados tamaños, cazos e incluso sartenes de esas antiadherentes. Ella se encontraba
situada detrás de una cacerola muy grande, la señora Puchero, tampoco demasiado
joven, ya que estaba esmaltada por dentro y por fuera, y que sólo se utilizaba
ahora para hacer el caldo en llegando las Navidades.
A veces, la señora Puchero se lamentaba
de haber conocido tiempos mejores plenos de actividad, cuando los niños de la
familia eran pequeños y había que hacer sopa para muchos cada día; la marmita
la escuchaba respetuosa -ya que una olla esmaltada, por muy pasada de moda que
esté, tiene prosapia-, e intentaba recordar su lejana juventud en la cual la
utilizaban tan a menudo, pero la marmita era demasiado vieja y le empezaba a
fallar la memoria, además, le daba mucha vergüenza el estar así de tiznada, con
los bordes desportillados y un asa rota; de esta manera, ¡no puede una alternar
en sociedad, qué caramba!
Un día debieron de regresar las
Navidades, porque de nuevo se sacó del armarito a la gran olla esmaltada, y
quiso el azar que la mano que lo hizo, rozara sin pretenderlo a la vieja marmita
de barro, y, ¡claro!, la mano se manchó de hollín y cuando el ama de casa la
contempló salir del armarito toda sucia... ¡ya os podéis imaginar la que se
organizó!
-¿Qué porquería hay aquí dentro
metida? -exclamó el ama de casa muy enfadada, y volviendo a introducir la mano,
agarró sin contemplaciones a la abochornada marmita, sacándola al exterior.
-¡Vaya una antigualla! -vociferó
furiosa mientras la contemplaba bajo la luz invernal de la ventana de la
cocina-. ¿Cómo es que no la tiré hace ya tiempo? ¡Menudo trasto!... ¡Claro que
esto tiene fácil arreglo!
Y uniendo la acción a la palabra,
abrió la ventana y la arrojó a un patio trasero abierto que daba a la calle y
que era en donde se ponían los cubos de basura para que la recogiera el
basurero cuando pasaba cada noche.
Como había nevado aquella misma
mañana, la pobre marmita cayó sobre una blanda y espesa capa y ahí quedóse,
medio atontada por el golpe y muerta de frío, pero, de lo que no se dio cuenta,
porque no se podía ver a sí misma empotrada en la nieve, era del efecto tan
llamativo que ofrecía con su tizne sobre la blancura de la nieve.
En esas aparecieron unos
ratoncillos urbanos, tres para ser exactos, que, entre alegres chillidos,
corretearon por la nieve en busca de desperdicios que comer, y descubriendo a
la marmita, primero la contemplaron con asombro, después se le acercaron con
curiosidad y mucha cautela, ya que los ratones no son tontos y aquello de
aspecto inofensivo, podía ser una trampa.
Luego, cuando se convencieron de
que no era peligrosa, aproximáronsele en fila india y uno detrás de otro
asomaron la cabeza en el interior de la marmita, husmeando con interés.
-¡Es una olla! -exclamó triunfante
Bigotes, que era el jefe de la expedición.
-Una olla vacía... -puntualizó
desdeñoso Rabito.
Hociquin, el tercer ratoncillo y el
más joven del grupo, resumió el sentir general con un desencantado:
-Si está vacía no tiene comida, y
si no tiene comida...
-... no nos interesa -concluyó la
frase Bigotes, que siempre quería decir la última palabra en todo.
Y se fueron por donde habían
venido.
La marmita -era tan vieja, estaba
tan sucia y, además, desportillada y con el asa medio rota-, que no se había
atrevido a hablar porque le daba vergüenza, así pues se sintió muy triste de
que incluso los ratoncillos le volviesen la espalda. Pero no tuvo tiempo ni de
lamentarse en voz alta ya que de repente descubrió a un atigrado gato callejero
que se le acercaba con cara de pocos amigos.
El gato se aproximó, y, como los
ratones, la olió concienzudamente, para luego apartarse con un “¡marramiau!” de
irritación.
-¡Mira de lo que uno se entera!,
conque sirviendo de escondite a ratones, ¿eh?... ¿No sabes que aquí mando yo y
a los ratones me los como?... ¿Entonces, quién te autoriza a darles refugio?
-Usted perdone, señor Gato -repuso
humildemente la atribulada marmita-, le aseguro que no he dado cobijo a ningún
ratón... Ellos han venido, igual que usted, y han mirado dentro a ver si yo
contenía alguna comida; ha sido todo, de veras.
-¡Huuum! -gruñó el gato con aire
desconfiado-, eso lo dices tú, y ¿cómo voy a fiarme de lo que me cuenta una
olla?
-Pues no tengo otra cosa mejor que
ofrecerle, y de todas, todas, es verdad verdadera.
El gato se empezó a lamer una pata.
-Bien mirado, en realidad me
importa un comino lo que me explicas, menos que un comino me importa... Yo soy
un gato muy atareado que tiene montones de cosas que hacer, así que ahí te
quedas -maulló despreciativo y, dando media vuelta se alejó.
La marmita, de haber podido,
hubiese llorado de rabia, pero, claro, no podía llorar, porque, ¿habéis visto
alguna vez a una cazuela llorando?
Un gorrión pió desde el alero de
una ventana.
.Mal sitio en donde caer
-reflexionó filosófico-, claro que cualquier sitio es malo si se cae.
A la marmita no le hizo gracia el
comentario.
-Yo no me he caído, me han tirado,
que no es lo mismo.
-Peor que peor -sentenció el
gorrión-, cuando te tiran es que ya no sirves para nada.
La marmita se quedó sin saber qué
decir.
El gorrión desplegó las alas.
-Me largo al parque, que, a esta
hora, cada día viene una señora a echarnos comida. Adiós.
Y se fue.
La vieja marmita se quedó sola,
triste y entonces, para remate de males, empezó a llover; daba la impresión que
el cielo lloraba acompañándola en su pena. Tanto y tanto llovió que la nieve se
deshizo, pero ocurrió algo más: gota a gota, la lluvia lavó el hollín que
tiznaba la marmita dejándola como nueva, reluciente en su color original, luego
salió el sol entre las nubes y la marmita brilló igual que un ascua encendida,
y, mira por donde, acertó a pasar por allí en esos momentos, el profesor de
dibujo y pintura de una Academia de Bellas Artes, descubriendo con sorpresa
aquel pequeño milagro: una vieja marmita de barro, de las que difícilmente se
hallan hoy en día en el mercado, tirada ahí en medio en el patio-callejón de
una casa de vecinos.
El profesor habló en voz alta,
sabiendo perfectamente que nadie le escuchaba.
-¡Vaya, mira qué casualidad!,
buscaba yo una marmita como ésta desde que se rompió el antiguo modelo que
teníamos; no paro de dar vueltas por todas partes buscando otra semejante y
hete aquí que me la encuentro tirada en plena calle, ¡esto sí que es buena
suerte!
El profesor no se lo pensó dos
veces, e inclinándose recogió del suelo a la asombrada marmita que no acababa
de creer en su inesperada fortuna... Ni vosotros, ¿verdad?, pues si dudáis de
mis palabras id a la Academia de Bellas Artes y allí podréis ver -muy feliz por
cierto-, a la vieja marmita de barro colocada en lugar de honor sobre una
rinconera, bajo la luz directa de una cálida bombilla y arropada entre los
pliegues de un lienzo blanco que la hacen resaltar aún más.
¡Y, colorado-colorín, este cuento
ha llegado a su fin!
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